Como me lo contaron lo cuento. Un precioso día de verano un viejo científico decidió cambiar el mundo con una máquina a la que llamaba “Cambia mundos tres mil”.
¡Ah!, perdón se me ha olvidado presentaros al viejecito.
Al viejecito le llamaban El Emperador porque su nombre no le gustaba por experiencias que tuvo de pequeño. Su nombre real era Peter y era cheposo y regordete, más o menos como yo. Era chistoso y no le gustaba nada que le mintieran. Si le mentían sacaba su pistola de rayos x y le atravesaba la cabeza.
Bueno, a lo que íbamos. Ese mismo día a Peter, perdón, al Emperador le dieron ganas de utilizar su súper máquina y el caso es que se fue a casa con la idea de que llovieran bolas de helado. Cuando le dio al botón para que se cumpliera su deseo, se soltó una de las tuercas más importantes de su máquina y entonces empezaron a caer bolas gigantes de albóndigas haciendo que se destruyeran casas y hoteles. Los habitantes de la ciudad muy enfadados empezaron una huelga contra él y contra su trabajo y, como El Emperador no hacía nada, empezaron a tirar piedras a su casa. El Emperador muy asustado se metió en su guarida secreta esperando a que se fuera la muchedumbre.
Cuando la muchedumbre ya se había cansado se manifestarse decidieron irse a vivir a otro país dejando solo al Emperador.
Ya que el Emperador estaba solo decidió contratar con su dinero a miles de albañiles para que arreglaran todas las viviendas. Y mientras tanto él arregló su máquina.
Al cabo de 8 años los albañiles terminaron y El Emperador estaba retocando su invento. Cuando acabó su Cambia mundos tres mil, la disparó y de repente todas las casas se pusieron brillantes como el diamante.
La pena fue que El Emperador se quedó sin dinero y vagabundeó el resto de sus días hasta que el día veinte de octubre murió de vejez. Los habitantes de la ciudad muy agradecidos por gastar todo su dinero en arreglar sus casas le hicieron una estatua en la plaza más grande de la ciudad y la nombraron “La estatua de la suerte”.