Había una vez un fontanero llamado Pedro. Era alto, feo, le pasaban muchas desgracias. Vivía en un chalet a las afuera de Olite, un pequeño pueblo de Navarra, con su mujer y sus dos hijos.
Un jueves por la mañana le sonó el teléfono. Lo cogió. Era una anciana de Olite que le dijo si podía acudir a su casa para desatascarle una tubería de la fregadera, Pedro le dijo que en diez o veinte minutos estaría allí.